¿Sabéis aquello que dicen los fotógrafos de que la mejor luz la dan los días lluviosos? Silvia y Antonio me ayudaron a corroborarlo. El día amaneció raro, miras al cielo y esperas que la lluvia no te juegue una mala pasada, que no emborrone un día tan especial y esperado para ellos. Aquel clima no hizo en absoluto desparecer la sonrisa ni del rostro de Antonio ni muchos menos del de Silvia, iba a ser un día espectacular sí o sí.
Disfruté muchísimo en sus casas, se respiraba ese aire cargado de ilusión, desayunos repletos de risas y anécdotas de cómo empezó su historia de amor, miradas levantadas por los balcones, rezando para que el cielo aguantará un poco más, pero eso no estaba en sus planes. Llegó el momento de darse el sí quiero, de ir a aquella capilla de San Sebastián que iba a ser testigo de tal memorable momento y os prometo que nunca ví a una novia tan sonriente entrar a una iglesia con semejante chaparrón bajo sus hombros. Los paraguas se amontonaban a su alrededor, nada podía estropear ese cuidado peinado, adentro esperaba Antonio. Su cara lo decía todo, ojos inundados en lágrimas, una capilla a rebosar y el momento que más me gusta del día, el encuentro. Un cruce de miradas que sólo ellos saben lo que significa el uno para el otro.
El cielo abrió, solo dio unos minutos de tregua, pero era ese momento, el de su salida, arroz, confeti, gritos, vítores, y a disfrutar de una fiesta que aún no había ni empezado.
La hacienda de Santa Clotilde nos recibió para dar el pistoletazo de salida a horas y horas de diversión y disfrute. Durante el almuerzo, vi que apaciguaba la tormenta, que no me quedaría con las ganas de disfrutar con Antonio y Silvia de un momento de intimidad con mi cámara de testigo.
¡¡¡Qué luz, qué miradas, qué complicidad… y qué planos!!! Sólo fueron diez minutos escasos, pero qué diez minutos tan únicos.
La fiesta empezó, Antonio voló, una coreografía acaparó la atención en la pista seguida de bailes, risas y abrazos por un día de ensueño que llegaba a su fin, pero mi historia con ellos no.
Semanas más tarde teníamos que saldar una cuenta pendiente, su sesión de postboda. Tras varías conversaciones telefónicas decidiendo el lugar a elegir, salió victorioso el Puerto del Boyar, un lugar idílico entre las montañas de Grazalema, cerca del pueblo gaditano de Benamahoma, con uno de los atardeceres más impresionantes que he podido disfrutar.
Fue una tarde irrepetible, tuvimos que esperar un poco para alcanzar la luz dorada (el mejor momento del día para hacer click en una cámara y captar los últimos rayos del sol). Era noviembre, y el frío comenzaba a hacer acto de presencia, algo que ayudó, la sesión se llenó de abrazos, caricias, calor corporal, besos, complicidad, Antonio le cedió su chaqueta a Silvia para que se refugiase de la escasa temperatura presente en el ambiente…eso es amor, darlo todo por la otra persona.
Tras llenar mi tarjeta de memoria de planos que ni uno mismo sabe en muchas ocasiones cómo ha sido capaz de captar, dimos por concluida aquella tarde. De camino de vuelta, recordamos todos los momentos vivimos aquel veinte de octubre, de cómo le plantamos cara a la lluvia, mientras yo revisaba en la pantalla de mi cámara los planos recogidos aquella misma tarde, deseando de poder hacer su historia, visualizando dónde iría cada clip en el timeline de su película.
Antonio y Silvia, gracias por tanto momentos, por tantas risas y por ser así de auténticos.